Entonces, después de prosternarse por segunda vez ante el trono y de haber llamado sobre el sultán todas las bendiciones y los favores del Altísimo, la madre de Aladino se puso a cantar cuanto le había sucedido a su hijo desde el día en que oyó a los pregoneros públicos proclamar la orden de que los habitantes se ocultaran en sus casas para dejar paso al cortejo de Sett Badrú'l-Budur. Y no dejó de decirle el estado en que se hallaba Aladino, que hubo de amenazar con matarse si no obtenía a la princesa en matrimonio. Y narró la historia con todos sus detalles, desde el comienzo hasta el fin. Pero no hay utilidad en repetirla. Luego, cuando acabó de hablar, bajó la cabeza. presa de gran confusión, añadiendo: “¡Y yo ¡oh rey del tiempo! no me queda más que suplicar a Tu Alteza que no sea riguroso con la locura de mi hija y me excuse si la ternura de madre me ha impulsado a venir a transmitirte una petición tan singular!”
Cuando el sultán, que había escuchado estas palabras con mucha atención, pues era justo y benévolo, vio que había callado la madre de Aladino, lejos de mostrarse indignado de su demanda, se echó a reír con bondad y le dijo: “¡Oh pobre! ¿y qué traes en ese pañuelo que sostienes pon la cuatro puntas?
Entonces la madre de Aladino desató el pañuelo en silencio, y sin añadir una palabra presentó al sultán la fuente de porcelana en que estaban dispuestas las frutas de pedrería. Y al punto se iluminó todo el diván con su resplandor, mucho más que si estuviese alumbrado con arañas y antorchas. Y el sultán quedó deslumbrado de su claridad y le pasmó su hermosura. Luego cogió la porcelana de manos de la buena mujer y examinó las maravillosas pedrerías, una tras otra, tomándolas entre sus dedos. Y estuvo mucho tiempo mirándolas y tocándolas, en el límite de la admiración. Y acabó por exclamar, encarándose con su gran visir: “¡Por vida de mi cabeza, ¡oh visir mío! que hermoso es todo esto y qué maravillosas son estas frutas! ¿Las viste nunca parecidas u oíste hablar siquiera de la existencia de cosas tan admirables sobre la faz de la tierra? ¿Qué te parece? ¡di!” Y el visir contestó: “¡En verdad ¡oh rey del tiempo! que nunca he visto ni nunca he oído hablar de cosas tan maravillosas! ¡Ciertamente, estas pedrerías son únicas en su especie! ¡Y las joyas más preciosas del armario de nuestro rey no valen, reunidas, tanto como la más pequeña de estas frutas, a mi entender!” Y dijo el rey: “¿No es verdad ¡oh visir mío! que el joven Aladino, que por mediación de su madre me envía un presente tan hermoso, merece, sin duda alguna, mejor que cualquier hijo de rey, que se acoja bien su petición de matrimonio con mi hija Badrú'l-Budur?”
A esta pregunta del rey, la cual estaba lejos de esperarse, al visir se le mudó el color y se le trabó mucho la lengua y se apenó mucho. Porque, desde hacía largo tiempo, le había prometida el sultán que no daría en matrimonio a la princesa a otro que no fuese un hijo que tenía el visir y que ardía de amor por ella desde la niñez. Así es que tras largo rato de perplejidad, de emoción y de silencio, acabó por contestar con voz muy triste: “Si, ¡oh rey del tiempo! ¡Pero Tu Serenidad olvida que has prometido la princesa al hijo de tu esclavo! ¡Sólo te pido, pues, como gracia, ya que tanto te satisface este regalo de un desconocido, que me concedas un plazo de tres meses, al cabo del cual me comprometo a traer yo mismo un presente más hermoso todavía que éste para ofrecérselo de dote a nuestro rey, en nombre de mi hijo!”
Y el rey, que a causa de sus conocimientos en materia de joyas y pedrerías sabía bien que ningún hombre, aunque fuese hijo de rey o de sultán, sería capaz de encontrar un regalo que compitiese de cerca ni de lejos con aquellas maravillas, únicas en su especie, no quiso desairar a su viejo visir rehusándole la gracia que solicitaba, por muy inútil que fuese; y con benevolencia le contestó: “¡Claro está ¡oh visir mío! que te concedo el plazo que pides. ¡Pero has de saber que, si al cabo de esos tres meses nos has encontrado para tu hijo una dote que ofrecer a mi hija que supere o iguale solamente a la dote que me ofrece esta buena mujer en nombre de su hijo Aladino, no podré hacer más por tu hijo, a pesar de tus buenos y leales servicios!” Luego se encaró con la madre de Aladino y le dijo con mucha afabilidad: “¡Oh madre de Aladino! ¡puedes volver con toda alegría y seguridad al lado de tu hijo y decirle que su petición ha sido bien acogida y que mi hija está comprometida con él en adelante! ¡Pero dile que no podrá celebrarse el matrimonio hasta pasados tres meses, para dar tiempo a preparar el equipo de mi hija y hacer el ajuar que corresponde a una princesa de su calidad!”
Y la madre de Aladino, en extremo emocionada, alzó los brazos al cielo e hizo votos por la prosperidad y la dilatación de la vida del sultán y se despidió, para volar llena de alegria a su casa en cuanto salió de palacio. Y no bien entró en ella, Aladino vio su rostro iluminado por la dicha y corrió hacia ella y le preguntó, muy turbado: “Y bien, ¡oh madre! ¿debo vivir o debo morir?” Y la pobre mujer, extenuada de fatiga, comenzó por sentarse en el diván y quitarse el velo del rostro, y dijo: “Te traigo buenas noticias, ¡oh Aladino! ¡La hija del sultán está comprometida contigo para en adelante! ¡Y tu regalo, como ves, ha sido acogido con alegría y contento! ¡Pero hasta dentro de tres meses no podrá celebrarse tu matrimonio con Badrú'l-Badur! ¡Y esta tardanza se debe al gran visir, barba calamitosa, que ha hablado en secreto con el rey y le ha convencido para retardar la ceremonia, no sé por qué razón! Pero ¡inschalah! todo saldrá bien. Y será satisfecho tu deseo por encima de todas las previsiones, ¡oh hijo mío!” Luego añadió: “¡En cuanto a ese gran visir, ¡oh hijo mío! que Alah le maldiga y le reduzca al estado peor! ¡Porque estoy muy preocupada por lo que le haya podido decir al oído al rey! ¡A no ser por el, el matrimonio hubiera tenido lugar, al parecer, hoy o mañana, pues le han entusiasmado al rey las frutas de pedrería del plato de porcelana!”
Luego, sin interrumpirse para respirar, contó a su hijo todo lo que había ocurrido desde que entró en el diván, hasta que salió, y terminó diciendo: “Alah conserve la vida de nuestro glorioso sultán, y te guarde para la dicha que te espera, ¡oh hijo mío Aladino!”
Al oír lo que acababa de anunciarle su madre, Aladino osciló de tranquilidad y contento, y exclamó; “¡Glorificado sea Alah, ¡oh madre! que hace descender Sus gracias a nuestra casa y te da por hija a una princesa que tiene sangre de los más grandes reyes!” Y besó la mano a su madre y la dio muchas gracias por todas las penas que hubo de tomarse para la consecución de aquel asunto tan delicado. ¡Y su madre le besó con ternura y le deseó toda clase de prosperidades, y lloró al pensar que su esposo el sastre, padre de Aladino, no estaba allí para ver la fortuna y los efectos maravillosos del destino de su hijo, el holgazán de otra tiempo!
Y desde aquel día pusiéronse a contar, con impaciencia extremada, las horas que les separaban de la dicha que se prometían hasta la expiracion del plazo de tres meses. Y no cesaban de hablar de sus proyectos y de los festejos y limosnas que pensaban dar a las pobres, sin olvidar que ayer estaban ellos mismos en la miseria y que la cosa más meritoria a los ojos del Retribuidor era, sin duda alguna, la generosidad.
Y he aquí que de tal suerte transcurrieron dos meses. Y la madre de Aladino, que salía a diario para hacer las compras necesarias con anterioridad a las bodas, había ido al zoco una mañana y comenzaba a entrar en las tiendas, haciendo mil pedidos grandes y pequeños, cuando advirtió una cosa que no había notado al llegar. Vio, en efecto, que todas las tiendas estaban decoradas y adornadas con follaje, linternas y banderolas multicolores que iban de un extremo a otro de la calle, y que todos los tenderos, compradores y gentes del zoco, lo mismo ricos que pobres, hacían grandes demostraciones de alegría, y que todas las calles estaban atestadas de funcionarios de palacio ricamente vestidos con sus brocados de ceremonia y montados en caballos enjaezados maravillosamente, y que todo el mundo iba y venía con una animación inesperada. Así es que se apresuró a preguntar a un mercader de aceite, en cuya casa se aprovisionaba, qué fiesta, ignorada por ella, celebraba toda aquella alegre muchedumbre y qué significaban todas aquellas demostraciones. Y el mercader de aceite, en extremo asombrado de semejante pregunta, la miró de reojo, y contestó: “¡Por Alah, que se diría que te estás burlando! ¿Acaso eres una extranjera para ignorar así la boda del hijo del gran visir con la princesa Badrú'l-Budur, hija del sultán? ¡Y precisamente esta es la hora en que ella va a salir del hamman! ¡Y todos esos jinetes ricamente vestidos con trajes de oro son los guardias que la darán escolta hasta el palacio!”
Cuando la madre de Aladino hubo oído estas palabras del mercader de aceite, no quiso saber más, y enloquecida y desolada echó a correr por los zocos, olvidándose de sus compras a los mercaderes, y llegó a su casa, adonde entró, y se desplomó sin aliento en el diván, permaneciendo allí un instante sin poder pronunciar una palabra. Y cuando pudo hablar, dijo a Aladino, que había acudido: “¡Ah! ¡hijo mío, el Destino ha vuelto contra ti la página fatal de su libro, y he aquí que todo está perdido, y que la dicha hacia la cual te encaminabas se desvaneció antes de realizarse!” Y Aladino, muy alarmado del estado en que veía a su madre y de las palabras que oía, le preguntó: “¿Pero qué ha sucedido de fatal, ¡oh madre!? ¡Dímelo pronto!” Ella dijo: “¡Ay! ¡hijo mío, el sultán se olvidó de la promesa que nos hizo! ¡Y hoy precisamente casa a su hija Badrú’l-Budur con el hijo del gran visir, de ese rostro de brea, de ese calamitoso a quien yo temía tanto! ¡Y toda la ciudad está adornada, como en las fiestas mayores, para la boda de esta noche!” Y al escuchar esta noticia, Aladino sintió que la fiebre le invadía el cerebro y hacía bullir su sangre a borbotones precipitados. Y se quedó un momento pasmado y confuso, como si fuera a caerse. Pero no tardó en dominarse, acordándose de la lámpara maravillosa que poseía, y que le iba a ser más útil que nunca. Y se encaró a su madre, y le dijo con acento muy tranquilo: “¡Por tu vida; ¡oh madre! se me antoja que el hijo del visir no disfrutará esta noche de todas las delicias que se promete gozar en lugar mío! No temas, pues, por eso, y sin más dilación, levantate y prepáranos la comida. ¡Y ya veremos después lo que tenemos que hacer con asistencia del Altísimo!”
Se levantó, pues, la madre de Aladino y preparó la comida, comiendo Aladino con mucho apetito para retirarse a su habitación inmediatamente, diciendo: “¡Deseo estar solo y que no se me importune!” Y cerró tras de sí la puerta con llave, y sacó la lámpara mágica del lugar en que la tenía, escondida. Y la cogió y la frotó en el sitio que conocía ya. Y en el mismo momento se le apareció el efrit esclavo de la lámpara, y dijo: ¡Aquí tienes entre tus manos a tu esclavo! ¿Qué quieres? Habla. ¡Soy el servidor de la lámpara en el aire por donde vuelo y en la tierra por donde me arrastro! Y Aladino le dijo: “¡Escúchame bien, ¡oh servidor de la lámpara! -pues ahora ya no se trata de traerme de comer y de heber, sino de servirme en un asunto de mucha más importancia! Has de saber, en efecto que el sultán me ha prometido en matrimonio su maravillosa hija Badrú'l-Budur, tras de haber recibido de mí un presente de frutas de pedrería. Y me ha pedido un plazo de tres meses para la celebración de las bodas. ¡Y ahora se olvidó de su promesa, y sin pensar en devolverme mi regalo, casa a su hija con el hijo del gran visir! ¡Y como no quiero que sucedan así las cosas, acudo a ti para que me auxilies en la realización de mi proyecto!” Y contestó el efrit: “Habla, ¡oh mi amo Aladino! ¡Y no tienes necesidad de darme tantas explicaciones! ¡Ordena y obedeceré!” Y contestó Aladino: “¡Pues esta noche, en cuanto los recién casados se acuesten en su lecho nupcial, y antes de que ni siquiera tengan tiempo de tocarse, los cogerás con lecho y todo y los transportarás aquí mismo, en donde ya veré lo que tengo que hacer!” Y el efrit de la lámpara se llevó la mano a la frente, y contestó: “¡Escuco y obedezco!'; Y desapareció. Y Aladino fue en busca, de su madre y se sentó junto a ella y se puso a hablar con tranquilidad de unas cosas y de otras, sin preocuparse del matrimonio de la princesa, como si no hubiese ocurrido nada de aquello. Y cuando llegó la noche dejó que se acostara su madre, y volvió a su habitación, en donde se encerró de nuevo con llave, y esperó el regreso del efrit. ¡Y he aquí lo referente a él!
Cuando el sultán, que había escuchado estas palabras con mucha atención, pues era justo y benévolo, vio que había callado la madre de Aladino, lejos de mostrarse indignado de su demanda, se echó a reír con bondad y le dijo: “¡Oh pobre! ¿y qué traes en ese pañuelo que sostienes pon la cuatro puntas?
Entonces la madre de Aladino desató el pañuelo en silencio, y sin añadir una palabra presentó al sultán la fuente de porcelana en que estaban dispuestas las frutas de pedrería. Y al punto se iluminó todo el diván con su resplandor, mucho más que si estuviese alumbrado con arañas y antorchas. Y el sultán quedó deslumbrado de su claridad y le pasmó su hermosura. Luego cogió la porcelana de manos de la buena mujer y examinó las maravillosas pedrerías, una tras otra, tomándolas entre sus dedos. Y estuvo mucho tiempo mirándolas y tocándolas, en el límite de la admiración. Y acabó por exclamar, encarándose con su gran visir: “¡Por vida de mi cabeza, ¡oh visir mío! que hermoso es todo esto y qué maravillosas son estas frutas! ¿Las viste nunca parecidas u oíste hablar siquiera de la existencia de cosas tan admirables sobre la faz de la tierra? ¿Qué te parece? ¡di!” Y el visir contestó: “¡En verdad ¡oh rey del tiempo! que nunca he visto ni nunca he oído hablar de cosas tan maravillosas! ¡Ciertamente, estas pedrerías son únicas en su especie! ¡Y las joyas más preciosas del armario de nuestro rey no valen, reunidas, tanto como la más pequeña de estas frutas, a mi entender!” Y dijo el rey: “¿No es verdad ¡oh visir mío! que el joven Aladino, que por mediación de su madre me envía un presente tan hermoso, merece, sin duda alguna, mejor que cualquier hijo de rey, que se acoja bien su petición de matrimonio con mi hija Badrú'l-Budur?”
A esta pregunta del rey, la cual estaba lejos de esperarse, al visir se le mudó el color y se le trabó mucho la lengua y se apenó mucho. Porque, desde hacía largo tiempo, le había prometida el sultán que no daría en matrimonio a la princesa a otro que no fuese un hijo que tenía el visir y que ardía de amor por ella desde la niñez. Así es que tras largo rato de perplejidad, de emoción y de silencio, acabó por contestar con voz muy triste: “Si, ¡oh rey del tiempo! ¡Pero Tu Serenidad olvida que has prometido la princesa al hijo de tu esclavo! ¡Sólo te pido, pues, como gracia, ya que tanto te satisface este regalo de un desconocido, que me concedas un plazo de tres meses, al cabo del cual me comprometo a traer yo mismo un presente más hermoso todavía que éste para ofrecérselo de dote a nuestro rey, en nombre de mi hijo!”
Y el rey, que a causa de sus conocimientos en materia de joyas y pedrerías sabía bien que ningún hombre, aunque fuese hijo de rey o de sultán, sería capaz de encontrar un regalo que compitiese de cerca ni de lejos con aquellas maravillas, únicas en su especie, no quiso desairar a su viejo visir rehusándole la gracia que solicitaba, por muy inútil que fuese; y con benevolencia le contestó: “¡Claro está ¡oh visir mío! que te concedo el plazo que pides. ¡Pero has de saber que, si al cabo de esos tres meses nos has encontrado para tu hijo una dote que ofrecer a mi hija que supere o iguale solamente a la dote que me ofrece esta buena mujer en nombre de su hijo Aladino, no podré hacer más por tu hijo, a pesar de tus buenos y leales servicios!” Luego se encaró con la madre de Aladino y le dijo con mucha afabilidad: “¡Oh madre de Aladino! ¡puedes volver con toda alegría y seguridad al lado de tu hijo y decirle que su petición ha sido bien acogida y que mi hija está comprometida con él en adelante! ¡Pero dile que no podrá celebrarse el matrimonio hasta pasados tres meses, para dar tiempo a preparar el equipo de mi hija y hacer el ajuar que corresponde a una princesa de su calidad!”
Y la madre de Aladino, en extremo emocionada, alzó los brazos al cielo e hizo votos por la prosperidad y la dilatación de la vida del sultán y se despidió, para volar llena de alegria a su casa en cuanto salió de palacio. Y no bien entró en ella, Aladino vio su rostro iluminado por la dicha y corrió hacia ella y le preguntó, muy turbado: “Y bien, ¡oh madre! ¿debo vivir o debo morir?” Y la pobre mujer, extenuada de fatiga, comenzó por sentarse en el diván y quitarse el velo del rostro, y dijo: “Te traigo buenas noticias, ¡oh Aladino! ¡La hija del sultán está comprometida contigo para en adelante! ¡Y tu regalo, como ves, ha sido acogido con alegría y contento! ¡Pero hasta dentro de tres meses no podrá celebrarse tu matrimonio con Badrú'l-Badur! ¡Y esta tardanza se debe al gran visir, barba calamitosa, que ha hablado en secreto con el rey y le ha convencido para retardar la ceremonia, no sé por qué razón! Pero ¡inschalah! todo saldrá bien. Y será satisfecho tu deseo por encima de todas las previsiones, ¡oh hijo mío!” Luego añadió: “¡En cuanto a ese gran visir, ¡oh hijo mío! que Alah le maldiga y le reduzca al estado peor! ¡Porque estoy muy preocupada por lo que le haya podido decir al oído al rey! ¡A no ser por el, el matrimonio hubiera tenido lugar, al parecer, hoy o mañana, pues le han entusiasmado al rey las frutas de pedrería del plato de porcelana!”
Luego, sin interrumpirse para respirar, contó a su hijo todo lo que había ocurrido desde que entró en el diván, hasta que salió, y terminó diciendo: “Alah conserve la vida de nuestro glorioso sultán, y te guarde para la dicha que te espera, ¡oh hijo mío Aladino!”
Al oír lo que acababa de anunciarle su madre, Aladino osciló de tranquilidad y contento, y exclamó; “¡Glorificado sea Alah, ¡oh madre! que hace descender Sus gracias a nuestra casa y te da por hija a una princesa que tiene sangre de los más grandes reyes!” Y besó la mano a su madre y la dio muchas gracias por todas las penas que hubo de tomarse para la consecución de aquel asunto tan delicado. ¡Y su madre le besó con ternura y le deseó toda clase de prosperidades, y lloró al pensar que su esposo el sastre, padre de Aladino, no estaba allí para ver la fortuna y los efectos maravillosos del destino de su hijo, el holgazán de otra tiempo!
Y desde aquel día pusiéronse a contar, con impaciencia extremada, las horas que les separaban de la dicha que se prometían hasta la expiracion del plazo de tres meses. Y no cesaban de hablar de sus proyectos y de los festejos y limosnas que pensaban dar a las pobres, sin olvidar que ayer estaban ellos mismos en la miseria y que la cosa más meritoria a los ojos del Retribuidor era, sin duda alguna, la generosidad.
Y he aquí que de tal suerte transcurrieron dos meses. Y la madre de Aladino, que salía a diario para hacer las compras necesarias con anterioridad a las bodas, había ido al zoco una mañana y comenzaba a entrar en las tiendas, haciendo mil pedidos grandes y pequeños, cuando advirtió una cosa que no había notado al llegar. Vio, en efecto, que todas las tiendas estaban decoradas y adornadas con follaje, linternas y banderolas multicolores que iban de un extremo a otro de la calle, y que todos los tenderos, compradores y gentes del zoco, lo mismo ricos que pobres, hacían grandes demostraciones de alegría, y que todas las calles estaban atestadas de funcionarios de palacio ricamente vestidos con sus brocados de ceremonia y montados en caballos enjaezados maravillosamente, y que todo el mundo iba y venía con una animación inesperada. Así es que se apresuró a preguntar a un mercader de aceite, en cuya casa se aprovisionaba, qué fiesta, ignorada por ella, celebraba toda aquella alegre muchedumbre y qué significaban todas aquellas demostraciones. Y el mercader de aceite, en extremo asombrado de semejante pregunta, la miró de reojo, y contestó: “¡Por Alah, que se diría que te estás burlando! ¿Acaso eres una extranjera para ignorar así la boda del hijo del gran visir con la princesa Badrú'l-Budur, hija del sultán? ¡Y precisamente esta es la hora en que ella va a salir del hamman! ¡Y todos esos jinetes ricamente vestidos con trajes de oro son los guardias que la darán escolta hasta el palacio!”
Cuando la madre de Aladino hubo oído estas palabras del mercader de aceite, no quiso saber más, y enloquecida y desolada echó a correr por los zocos, olvidándose de sus compras a los mercaderes, y llegó a su casa, adonde entró, y se desplomó sin aliento en el diván, permaneciendo allí un instante sin poder pronunciar una palabra. Y cuando pudo hablar, dijo a Aladino, que había acudido: “¡Ah! ¡hijo mío, el Destino ha vuelto contra ti la página fatal de su libro, y he aquí que todo está perdido, y que la dicha hacia la cual te encaminabas se desvaneció antes de realizarse!” Y Aladino, muy alarmado del estado en que veía a su madre y de las palabras que oía, le preguntó: “¿Pero qué ha sucedido de fatal, ¡oh madre!? ¡Dímelo pronto!” Ella dijo: “¡Ay! ¡hijo mío, el sultán se olvidó de la promesa que nos hizo! ¡Y hoy precisamente casa a su hija Badrú’l-Budur con el hijo del gran visir, de ese rostro de brea, de ese calamitoso a quien yo temía tanto! ¡Y toda la ciudad está adornada, como en las fiestas mayores, para la boda de esta noche!” Y al escuchar esta noticia, Aladino sintió que la fiebre le invadía el cerebro y hacía bullir su sangre a borbotones precipitados. Y se quedó un momento pasmado y confuso, como si fuera a caerse. Pero no tardó en dominarse, acordándose de la lámpara maravillosa que poseía, y que le iba a ser más útil que nunca. Y se encaró a su madre, y le dijo con acento muy tranquilo: “¡Por tu vida; ¡oh madre! se me antoja que el hijo del visir no disfrutará esta noche de todas las delicias que se promete gozar en lugar mío! No temas, pues, por eso, y sin más dilación, levantate y prepáranos la comida. ¡Y ya veremos después lo que tenemos que hacer con asistencia del Altísimo!”
Se levantó, pues, la madre de Aladino y preparó la comida, comiendo Aladino con mucho apetito para retirarse a su habitación inmediatamente, diciendo: “¡Deseo estar solo y que no se me importune!” Y cerró tras de sí la puerta con llave, y sacó la lámpara mágica del lugar en que la tenía, escondida. Y la cogió y la frotó en el sitio que conocía ya. Y en el mismo momento se le apareció el efrit esclavo de la lámpara, y dijo: ¡Aquí tienes entre tus manos a tu esclavo! ¿Qué quieres? Habla. ¡Soy el servidor de la lámpara en el aire por donde vuelo y en la tierra por donde me arrastro! Y Aladino le dijo: “¡Escúchame bien, ¡oh servidor de la lámpara! -pues ahora ya no se trata de traerme de comer y de heber, sino de servirme en un asunto de mucha más importancia! Has de saber, en efecto que el sultán me ha prometido en matrimonio su maravillosa hija Badrú'l-Budur, tras de haber recibido de mí un presente de frutas de pedrería. Y me ha pedido un plazo de tres meses para la celebración de las bodas. ¡Y ahora se olvidó de su promesa, y sin pensar en devolverme mi regalo, casa a su hija con el hijo del gran visir! ¡Y como no quiero que sucedan así las cosas, acudo a ti para que me auxilies en la realización de mi proyecto!” Y contestó el efrit: “Habla, ¡oh mi amo Aladino! ¡Y no tienes necesidad de darme tantas explicaciones! ¡Ordena y obedeceré!” Y contestó Aladino: “¡Pues esta noche, en cuanto los recién casados se acuesten en su lecho nupcial, y antes de que ni siquiera tengan tiempo de tocarse, los cogerás con lecho y todo y los transportarás aquí mismo, en donde ya veré lo que tengo que hacer!” Y el efrit de la lámpara se llevó la mano a la frente, y contestó: “¡Escuco y obedezco!'; Y desapareció. Y Aladino fue en busca, de su madre y se sentó junto a ella y se puso a hablar con tranquilidad de unas cosas y de otras, sin preocuparse del matrimonio de la princesa, como si no hubiese ocurrido nada de aquello. Y cuando llegó la noche dejó que se acostara su madre, y volvió a su habitación, en donde se encerró de nuevo con llave, y esperó el regreso del efrit. ¡Y he aquí lo referente a él!